Ayer volví a enredarme en una de esas discusiones infructuosas que se tienen por facebook con personas desconocidas, esas que después de trescientos mensajes con los que intentamos, una y otra vez, asumir una pocisión sincera de debate, solo nos dejan la sensación de haber perdido el tiempo; de haber sufrido un sabotaje cargado de alevosía y malicia por parte de nuestro interlocutor (quien sistemáticamente nos responderá con una ametralladora de hombres de paja en lugar de detenerse a leer lo que intentamos exponer) y de haber medido mal cuán provechoso (o no) podría llegar a ser conversar con lo que —se supone— es otra persona del otro lado de la pantalla y no un maldito troll de las cavernas.
Todo comenzó cuando en la sección de comentarios de una notica de infobae, en donde se relata cómo una mujer fue asesinada por su pareja un conocido ocasional, este personaje comentó “Teniendo hijos, no podés jugarla de quineañera”.
En la discusión que sobrevino después, intenté hacerle entender a la mujer y “madre de dos hijos” (como no se cansó de repetir a lo largo de muchos y tediosos mensajes) que responsabilizar a la víctima está mal; que ni la promiscuidad sexual ni la estupidez de las personas es motivo suficiente para que mueran ahorcadas a manos de otras personas; que la “falta de precaución” (sic!) tampoco lo es, y que esa postura que sostiene que la víctima “algo de culpa tuvo” es inadmisible. Luego de unas horas terminó borrando el hilo completo, por lo que no puedo reconstruírlo textualmente; pero llegó a decir barbaridades como “primero soy MADRE y después, mujer”, “No podés andar cogiendo por ahí si sos madre” o “Las unicas victimas son los hijos, que quedaron sin madre”.
Esta subordinación patológica de los propios intereses y la propia vida de algunos padres a los intereses y la vida de su prole me hizo pensar en la relación entre el instinto de protección y el instinto gregario; en que, quizás, la evidente necesidad del ser humano de pertenecer a ciertos grupos y defender los intereses y la identidad de grupo, guarde alguna relación con aquel vínculo más nuclear de nuestra especie, más poderoso emocionalmente: el de los padres e hijos (y desde una perspectiva biológica-evolutiva, más presisamente: el de las madres y sus crías)
Antes de ser hombres, ya eramos grupo
No me canso de escuchar decir que el hombre “es un animal social”. Falso. Las hormigas son sociales, o los hongos; el hombre es un animal gregario. 1Por supuesto, aquí estoy utlizando los términos social y gregario de forma absolutamente coloquial y no pretendo ningún tipo de rigurosidad científica, en donde ambos conceptos tienen acepciones algo diferentes La diferencia, aunque sutil, es decisiva: al organizarse en sociedades colaborativas que generan algo así como el bien común también se generan mecanismos de defensa común que hacen necesario un cierto grado de reafirmación de la identidad grupal, que imagino directamente proporcional al grado de negación de los grupos externos con los que el grupo compite por el dominio de unos recursos siempre limitados y por lo general escasos.
Ese tipo de organización social pareciera ser común a todos los primates: antes de convertirnos en hombres ya andabamos recorriendo el planeta en grupos y peleándonos con otros grupos de todavía-no-hombres por el dominio de la comida, el agua y el abrigo que nos permitieran sobrevivir un rato más. Antes de ser hombres, ya habíamos inventado la otredad.
La vida era dura, pero en grupo se soportaba mejor. El líder era el más fuerte del grupo y siempre nos tiraba algunos huesos, cuando ya había comido del animal que habíamos cazado entre todos. Si alguno osaba cuestionar su autoridad, era inmediatamente muerto por la superioridad física de dicho individuo, en una lucha a vida o muerte con uñas, dientes, piedras y sangre (mucha sangre); o bien sobrevivía —y en ese acto, lo sobrevivía—, convirtiéndose a su vez en macho-alfa y confirmando una vez más aquello de que la naturaleza es sabia.
El grupo era muy necesario, también, para que los más jóvenes pudieran sobrevivir a una infancia excesivamente larga, despiadada y cruel: necesitando de trece o catorce años para llegar a la edad de poder reproducirnos y valernos por nosotros mismos, los hombres siempre fuimos un capricho caro de la naturaleza. Quizás de ahí surja el poderoso vínculo entre madre e hijo mencionado más arriba: pocas especies pueden darse el lujo de exigir que el progenitor siga viviendo (y consumiendo recursos) durante tanto tiempo luego de haberse reproducido, antes de poder morir y legarle a la cadena reproductiva una siguiente generación capaz de valerse por sí misma (y capaz de, a su vez, reproducirse también: no nos olvidemos que la reproducción es el objetivo último de toda esta comedia). Así, la supervivencia de la cría durante tantos años de fragilidad y falta de autonomía dependía en gran medida del apoyo y la protección que el grupo podía brindarle al núcleo familiar.
La guerra, esa invención primate
Adaptados para vivir en grupo, aquellos primeros protohumanos ya conocían los placeres de la guerra. La creencia popular según la cual la guerra es un invento humano, que en el reino animal —si bien brutal—, no existe el deseo de “exterminar al enemigo” y que allí la violencia se utiliza solo dentro de la lógica de la supervivencia, no resiste el peso de la evidencia de la etología de los últimos cincuenta años. Michael Schmidt-Salomon, en los primeros capítulos de su libro Mas allá del bien y del mal 2El título en alemán de su libro “Jenseits von Gut und Böse. Warum wir ohne Moral die besseren Menschen sind”, (“Más allá del Bien y del Mal. Por qué sin la Moral somos mejores personas”), remite a la obra homónima de Friedrich Nitzsche, y es un apasionado alegato que intenta demostrar como “La Moral” (que toma forma en la clásica dicotomía metafísica “Bueno/Malo”) es una construcción social con una fuerte impronta religiosa, que en el marco de la modernidad se ha vuelto obsoleta y decididamente contraproducente., cita al renombrado primatólogo Volker Sommer, quien en uno de sus estudios describe la escena final de una verdadera guerra de conquista y exterminio que se produjo durante los años setenta en Tanzania entre dos grupos de chimpancés rivales: los Kasaleka y los Kahama, quienes estaban siendo estudiados desde hacía varios años por un grupo de investigadores:
“En mayo de 1977, un grupo de pescadores que trabajaban el el rio Kahama, atraídos por ruidos de pelea, descubrieron el cadaver descuartizado de Charlie… poco después, siete machos del clan Kasaleka irrumpieron en el terrirorio dominado por el clan Kahama, de aproximadamente 18km2 de extensión y atacaron a Sniff, quebrándole la pierna izquierda, […] que ya malherido y sangrando profusamente por nariz y boca, con heridas visibles en la cabeza y en la espalda, fue tomado por Satan y Sherry, uno por cada pierna, quienes lo arrastraron varios cientos de metros colina abajo, y lo dejaron tirado luego de treinta y cinco minutos de agonía […] Con él desaparecía el último representante del clan Kahama […] Luego de algunos días, cuando el olor a descomposición ya inundaba toda la zona, los victoriosos machos Kasaleka comenzaron a buscar comida y a dormir con sus familias dentro de la zona que durante cinco años había sido el centro del terrirorio Kahama…” 3Sommer, Volker. “Das Töten von Artgenossen. Kontroversen in der Verhaltensforschung” citado en Schmidt-Salomon, Michael . “Jenseits von Gut und Böse”, Piper Verlag, 2009
Como comenta Schmidt-Salomon, ése fue el último capítulo de un conflicto que duró casi diez años. Al principio, los bandos rivales formaban una única comunidad de chimpacés que se dividió hacia fines de los años sesenta. Una parte del grupo continuó viviendo a orillas del rio Kasaleka; la otra se mudó hacia el sur, instalándose en las inmediaciones del lago Kahama. A principios de los años setenta, la tensión entre ambos bandos creció dramáticamente, y terminó desembocando en una verdadera guerra de exterminio por parte de los Kasaleka, quienes entre 1974 y 1977 atacaron a los disidentes del sur, eliminando de forma sistemática y brutal a todos y cada uno de los individuos del clan Kahama.
La violencia en la dinámica gragaria de los chimpancés también se manifiesta en sus relaciones intragrupales; todo parece indicar que se establecen fuertes mecanismos destinados a preservar el pool genético del grupo y que, por consiguiente, los forasteros son combatidos con ferocidad. La historia de la hembra Wantendele es un aterrador ejemplo de esto: los investigadores observaron que copuló con por lo menos nueve machos diferentes de su clan y quedó embarazada. Tres meses antes del parto desapareció repentinamente para volver al grupo con su bebé recién nacido. Inmediatamente, los machos del grupo se abalanzaron sobre ella y su cría, desconociendo al bebé como parte de la comunidad; luego de algunos forcejeos, el macho alfa, Ntologi, le arrebató a la cría de sus brazos y lo llevó, sujeto entre los dientes, debajo de un gran árbol donde le arrancó a mordiscos uno de sus brazos y la mitad del rostro, mezclando la carne con hojas y ramas para devorarla. Al final, le abrió el cráneo con una gran piedra y se comió el cerebro del recién nacido. Cuando terminó, dejó los restos del cadaver para el disfrute de los demás animales que, formando un círculo a su alrededor, habían acompañado la escena caníbal con gritos, saltos y en medio de una excitación generalizada.
Dios con Nosotros
Por supuesto que no pretendo comparar este tipo de dinámica grupal de los chimpancés con la dinámica grupal de los seres humanos 4Aunque no falten puntos de contacto: bajo determinadas circunstancias, el desenfreno y el horror son todavía posibles entre los integrantes humanos de ciertos grupos que ofrecen la debida protección y anonimato: las violaciones en masa en la India o los Autos de Fe populares en ciertas ciudades de Mexico no son fenómenos aislados y dan buena cuenta de ello Pero es evidente que el impulso gregario y la necesidad de pertenecer a ciertos grupos (sobre todo: el clan y la tribu), de actuar en manada, tiene una raíz evolutiva. Esto no representa ningún misterio: si desde siempre —aún desde antes de ser humanos— nos organizamos en grupos, que una cierta tendencia genética hacia la preservación del grupo constituya una ventaja evolutiva en términos darwinianos es una conclusión grosera y no merecedora de un análisis más profundo.
Tampoco sorprende que todavía exista la guerra. Lo que realmente sorprende es que después de 100.000 años (en letras: cien mil) de habernos convertido en homosapiens, y después de 10.000 años (en letras: diez mil) de tener una historia; y habiendo inventado la civilización5…y la medicina, los ingenieros agrónomos, el chocolate, las vacas clonadas, la seguridad social, la literatura, la sexualidad, la filosofía, los bares, la música, las drogas, la astronomía, el whisky escocés, los seguros de desempleo, la física, el arte, la pizza… Puedo seguir así todo el dia., todavía arrastremos la pesada carga de reunirnos en torno a los apellidos, o dentro de los estadios, o bajo banderas comunes o entre las líneas fantásticas y mal escritas de los libros sagrados.
Y sorprende más aún que hagamos todo eso no solo de buena gana, sino convencidos de obedecer un mandato moral positivo. Sorprende que todavía creamos que existe algo difuso (pero de alguna manera intrínseco y especial) en ser nosotros y no ser ellos. Sorprende que sigamos creyendo en la magia, en las promesas de salvación y en los Deus ex-machina, que —casualmente— siempre se manifiestan con su favor puesto en nosotros (o lo que es lo mismo: en contra de ellos)6O mejor dicho: se no-manifiestan. (Las estupideces a las que nos tiene acostumbrados la religión hace que podamos escribir y leer incongruencias como esta y que nos parezca normal; pero ese es otro tema). Sorprende que actuemos como si nosotros y ellos no fueran categorías intercambiables.
Sorprende que todavía creamos que de los otros nos separa algo más que una nomenclatura arcaica.
Reflexivo, introvertido, taciturno y estoico; existencialista, constructivista y ateo.